El árbol que quería ser libro.
Ése sauce, que crecía al lado de la biblioteca de Sanare, tenía muchos años de plantado. Tan alto era que, cuando las nubes pasaban bajito, él les hacía cosquillas y uno oía esas risas en el cielo.
Muy querido de los pájaros, ese sauce cargaba nidos de tordos, cucaracheros, azulejos, paraulatas y chocolateros. Tanto les gustaba esa mata porque nadie se montaba en ella a molestarlos; no solo, sino que, gracias a sus ramas blandas, la brisa les mecía los nidos y los pichones se dormían sin necesidad de cantarles canciones.
Ya estaba algo viejo el sauce de la biblioteca y, de noche, se ponía a conversar con sus vecinos: un jabillo, una pesgua, un caobo y una mata de pomarrosa.
“¿Por qué en la tarde vienen tantos niños a la biblioteca?” le preguntaba al caobo que por más viejo sabía más que él.
“Vienen a leer libros,” contestaba aquel.
“Los libros tienen hojas blancas, no verdes como nosotros, pero traen letras negras,” agregaba el jabillo para explicar mejor, “y están hechas de papel.”
“¿Y de qué está hecho el papel?” preguntaba el sauce.
“De pasta de madera,” respondía el caobo.
“¿De madera?” decía el sauce. “Entonces el papel... ¿se hace de nosotros?”.
“Claro,” confirmó el caobo. “Por eso aquí cerca de nosotros, en el estado de Portuguesa, tumban árboles para hacer papel, luego con ese papel hacen libros y de libros se llenan las bibliotecas del mundo.”
Ya bajo la luna, el sauce seguía pensando: ¿sería verdad lo que había explicado el caobo?.
Al otro día, cuando en la tarde la biblioteca estaba llena de muchachos, no tuvo la menor pena y, flexible como es cualquier sauces, se agachó y por un tragaluz miró cómo era por dentro la biblioteca: niños, muchachos y hasta gente mayor leyendo libros, haciendo tareas, copiando cosas. ¡Qué bonito todo aquello!.
Y el sauce estuvo pensando en sus hermanos árboles que habían entregado su madera para hacer todo aquel papel de que estaban hechos todos aquellos libros, con aquellas portadas maravillosas y aquellas ilustraciones tan lindas...
Volvió entonces a enderezarse y, como siempre, a llevar sol y lluvia, a pasar frío y a defenderse del viento. Es que ya estaba poniéndose viejo el sauce de la biblioteca; y pensaba, y pensaba, y pensaba...
De tanto pensar un día lo hizo tan duro que la gente pudo escuchar lo que decía:
“Ahora que ya estoy viejo me gustaría hacer algo por esta biblioteca. También yo quisiera dar mi madera para que con ella se haga pasta, de la pasta se saque papel y con el papel se impriman libros.”
A veces, soñando, repetía emocionado: “Yo también quiero ser libro.”
Pero lo decía tan duro que despertaba a sus compañeros.
“Déjame dormir, sauce,” le decía la mata de pomarrosa. “De día tus pájaros vienen a comerme la fruta y de noche tú no me dejas en paz.”
Y lo mismo le reclamaba la pesgua.
Así fuera en voz bajita, entonces, el sauce seguía soñando lo que quería ser.
Un sábado por la tarde, sin embargo, estando cerrada la biblioteca, volvió a agacharse para mirar dentro de ella.
Solo estaba el viejo bibliotecario y, por eso, el sauce no tuvo miedo de preguntarle: “¿Cómo hace uno para ser papel de ese que sirve para hacer libros? A mí me gustaría eso. Allí adentro uno no lleva tanto sol ni tanta lluvia, y, más bien, vendría la gente a ... leerme.”
Pasmado se quedó el bibliotecario y casi a punto estuvo de buscar el machete; pero, como buen defensor de las hojas blancas y de las hojas verdes, peló por una idea mejor: sacó del estante una Biblia y la puso sobre una mesa bien a la vista del sauce.
Milagrosamente, el libro sagrado se abrió y de sus páginas salió una voz que decía:
“Sauce: tú también eres criatura de Dios; él te hizo para que ayudaras a la gente y los animales a respirar y descansar mejor; te dio ramas flexibles para que las aves hicieran su nido; y te hizo delgado y alto para que le señales a la humanidad dónde queda la casa de Dios... No; no puedes ser un papel cualquiera y menos uno para ser un libro más. Te lo digo yo que antes también fui árbol y ahora soy el libro de los libros....”
Ante tamaña autoridad, el sauce reconoció las cosas que valía él y tan solo dijo: “Gracias, amiga, muchas gracias: hágase la voluntad de Dios, mi creador.”
Y, sacando su figura del tragaluz, se estiró animoso apuntando de nuevo al cielo.
El bibliotecario, estupefacto, salió a mirarlo, mientras los pájaros volvían a sus nidos con ganas de cantar.
Pronto corrió la voz de lo que había pasado con el sauce de la bibliotecario y los sanareños ahora lo van a ver; los niños dice al bibliotecario que lo quieren.
El dice que ellos lo van a .... leer, como si fuera un libro más — pero no un libro cualquiera.
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