“Las palabras son del aire y van al aire…”
De la retórica presidencial ya nada nos sorprende, sin embargo, hay palabras que retumban más que otras, quizás por la vergüenza ajena que produce escucharlas y sentir que de muchas maneras esos insultos brotan su fiereza contra todos los ciudadanos de esta patria.
El DRAE define insultar:
‘Ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones’
Insultar es un acto de habla que expresa “un estado psicológico del hablante, causado por un cambio en el mundo que le atañe al interlocutor o a él mismo” (Haverkate, 1993) en este caso un estado psicológico negativo.
En el insulto arquetípico “monologado” se asignan calificaciones negativas al otro, bien sea una persona en particular o a todo un pueblo que escucha impotente tales calificativos ante un emisor con mucho poder que exterioriza su actitud psicológica negativa irrespetando a toda una nación.
Al revisar la tipología de los insultos nos encontramos con grupos de ofensas que vulneran ciertos sentidos y condiciones humanas.
Hay ofensas relativas a diagnósticos siquiátricos: escasez de inteligencia o de salud mental (loco, mongólico, imbécil, idiota, estúpido)
De este grupo revisemos la palabra imbécil. Proviene del latín imbecillis ‘escaso de razón’. En psicología, imbecilidad es un grado de debilidad mental de menor gravedad que la idiocia o idiotez y mayor que la insuficiencia mental leve.
Las ofensas que tienen que ver con conductas ético-morales socialmente reprobadas (desgraciado, ladrón, asesino…)
La palabra desgraciado es un insulto grave que en América se combina con otra palabra que descalifica a la progenitora. Es sinónimo de ruin, perverso y miserable.
Con respecto al vocablo ladrón: ‘Que hurta o roba’.
Al desglosar entonces los insultos presidenciales de este fin de semana nos encontramos con palabras que todos conocemos y utilizamos de muchas maneras en diferentes contextos.
No se trata de transgresiones al idioma o de meros conceptos. Se trata de buscarle el punto de inflexión a este continuo irrespeto, de encontrar la redundancia en el abuso del poder, de leer la asonancia con la violencia callejera, de acotar las horas de ese discurso sin vida que apabulla al silencio de una mayoría atada de brazos.
Para estos practicantes de la ignominia y la petulancia, el insulto es una forma de empuñar la palabra contra el adversario, usando el adjetivo como daga que hace sangrar al contrincante y les permite desahogar despotismos internos.
Las palabras van al aire, es cierto, pero existe la posibilidad de que se queden grabadas y en casos como éstos: erosionando la paciencia de una población que a diario murmura y rezonga el hastío ante esa violencia física (inseguridad) y verbal (arenga presidencial) que se hace insoportable.