lunes, abril 30, 2007

LAS PALABRAS Y LOS ANIMALES.

Por Fernando Díez Losada.
Aristóteles define al hombre como zoon politikón, es decir, animal social, animal ciudadano. Posiblemente el filósofo de Estagira acertó más en lo de animal que en lo de social si tenemos en cuenta la trágica historia –y prehistoria– de guerras, represión e intolerancia del homo sápiens contra el homo sápiens en este valle de lágrimas.
No sabemos, en realidad, si el hombre desciende del mono, como defendió el satanizado Darwin (desde hace unas semanas, al parecer, ya con la bendición de las altas autoridades de la Iglesia Católica), o si nuestro antepasado fue el anthropopithecus erectus, o un dinosaurio del Parque Jurásico. Lo cierto es que, de cualquier forma, un mundo animal nos rodea y nos acompaña y marca una determinada parcela en la vasta extensión de nuestra lengua.

La gramática tradicional nos habla de un género epiceno, propio de los animales –la mayoría– cuyo sexo biológico no influye en absoluto en su género gramatical. La RAE lo explica así: "A veces se da a ciertos animales, para ambos sexos, un solo nombre, ya sea masculino, ya femenino. Estos sustantivos anómalos han sido clasificados por los gramáticos en grupo aparte..., llamándole epiceno... A este género pertenecen búho, escarabajo (masculinos), águila, rata (femeninos), y otros varios." (Gramática 10,d). En realidad, debió haber concluido "...y otros muchos" porque la inmensa mayoría de los animales se etiquetan como epicenos.
La verdad es que esta falta de dualidad genérica en la mayor parte de los irracionales se debe a la ausencia de interés del homo sapiens sobre el sexo de los demás animales, salvo que se trate de sus mascotas (perro-a, gato-a...) o de aquellos especímenes que forman parte de su actividad económica (toro-vaca, gallo-gallina...) Y, aparte de que no interesa, ¿cómo diantres puede saber uno, frente a un reptil, un pez, un crustáceo, un insecto o un arácnido —por citar solo unos cuantos casos—, si se trata de "él" o de "ella"?.
Pues bien, vayan tomando nota. Resulta que ese odiado y temido roedor llamado rata (y que aparece, precisamente, como ejemplo de epiceno en la gramática académica) tiene su rato —faltaría más—; quiero decir que su macho se llama rato. Pueden verlo en el DRAE (ed. 21, pág. 1220): "rato. 2. Macho de la rata." En lo sucesivo, cuando los inviten a pasar un buen rato, analicen cuidadosamente la propuesta.
Y otra más. Las verdes y simpáticas ranitas, que animan el paisaje veraniego con su monótono croar, poseen —en algunas partes, según el DRAE (pág. 1222)— su rano. Que ¿cómo se distinguen? Muy fácil. Lance una piedra a un estanque lleno de estos batracios. Las que huyan asustadas son ranas, los que huyan asustados son ranos. No hay modo de equivocarse.
La alegría y el bullicio de las fiestas populares en muchos pueblos hispanos tienen, posiblemente, su broche de oro en las corridas de toros. Festejos incruentos. La habilidad y la valentía frente a la fuerza bruta, pero sin sangre. Carreras, sustos... y, al final, el astado al toril, y los improvisados toreros a la tranquilidad de sus hogares.
Otra cosa muy distinta son las corridas a la española. La tauromaquia (lucha con el toro), pelea sangrienta, combate a muerte. Y precisamente la afición secular del pueblo hispano a su fiesta nacional ha inyectado en el idioma castellano un abundante caudal de expresiones, dichos y modismos relacionados con el espectáculo taurino.
Ver los toros desde la barrera (algunas veces se dice también desde el andamio, desde el balcón, desde la talanquera) significa contemplar o seguir los acontecimientos de cualquier tipo sin intervenir directamente en ellos. Echar a uno el toro es acorralarlo con acusaciones o recriminaciones. Echarle un capote es, en cambio, prestarle ayuda, tenderle la mano en un momento comprometido.
Tirarse al ruedo alude al hecho de que, en algunas corridas, un espontáneo, movido por el entusiasmo (a veces por la euforia etílica), se lanza a la arena resuelto a emular las hazañas de los famosos. Se aplica a quien se decide a encarar un asunto importante o, lo que viene a ser lo mismo, agarrar al toro por los cuernos.
Alguien está para el arrastre cuando se encuentra en un estado de extremo decaimiento físico, moral, económico... Se refiere a la ceremonia final de la corrida cuando el cuerpo sin vida del toro es arrastrado por las mulillas.
Y dar la puntilla es rematar, liquidar completamente a quien ya está a punto del desastre.
De la inmensa variedad de insectos que pueblan nuestro planeta, el más común es, sin duda, la mosca (musca doméstica). La permanente, a la par que molesta, convivencia de este díptero con el ser humano ha motivado que su nombre forme parte de una buena cantidad de dichos y expresiones populares. Y esto ocurre, desde luego, no solo en castellano. Los clásicos del Lacio nos han legado, por ejemplo, el proverbio Aquila non capit muscas (El águila no caza moscas), que alude a las personas dignas, inteligentes o nobles, las cuales no deben reparar en nimiedades ni fijar su atención en pequeñeces. El refranero británico exhibe un Closed mouth catches no flies con una equivalencia casi literal a nuestro En boca cerrada no entran moscas.
Tal vez porque las molestias pertinaces de este insecto acaban únicamente con su muerte, se denomina mosca (o mosquita) muerta a la persona hipócrita y taimada, es decir, a quien encubre su perversidad o mala intención con apariencias de bondad o mansedumbre. Estar con (o tener) la mosca detrás de la oreja equivale a mostrar una actitud suspicaz, de alarma o recelo; siempre se intuye, en este dicho popular, la figura de una persona a la defensiva, en espera del ataque artero de una mosca impertinente, oculta detrás de su oreja.
Aunque en algunos lugares de América, mosquearse significa llenarse de moscas un alimento, el uso general, especialmente en España, da a este verbo (también amoscarse y ponerse mosca) el sentido de darse por aludido, enojarse u ofenderse por algo; de alguien que no se inmuta ni siquiera por algo sumamente llamativo, se dice: ni se mosqueó. Una nueva alusión a ese estado de intranquilidad y desazón que este insecto (musca doméstica) provoca en el ser humano (homo sápiens). Y dejemos ya este tema, por si las moscas...
Se ha atribuido a varios autores aquello de "cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro". La perfidia humana frente a la fidelidad canina puede ser un buen tema para un filósofo o un ensayista. Por mi parte, tengo solamente la intención de destacar y comentar ese extraño vocablo que es perro. Extraño... ¿por qué? Por su origen incierto y su aparición exclusiva en la lengua castellana.
El fiel amigo del hombre (y de la mujer, desde luego) se llamó en latín canis. La evolución de la lengua de los romanos en las diversas regiones de su influencia hizo que canis fuera can, en castellano; cao, en portugués; chien, en francés; cane, en italiano... En Castilla, sin embargo, –hacia mediados del siglo XII– comenzó a popularizarse el vocablo perro, como sustituto de can, aunque solo en un contexto familiar y un tanto peyorativo. Con el andar del tiempo, perro llegó a adquirir un uso general en todos los ámbitos, y can quedó relegado a un empleo literario o alternativo.
Se ha querido buscar el origen de la voz perro en las antiguas lenguas celtibéricas, pero seguramente se trata de una formación onomatopéyica medieval basada en el sonido prrr con que los pastores incitaban al animal a movilizar el rebaño.
Siendo el perro el animal doméstico por excelencia, es fácil entender que su nombre aparezca en un buen número de dichos y modismos de nuestro idioma. Algunos, como llevar una vida de perros, tratar a alguien como a un perro, estar de un humor de perros o morir como un perro, reflejan la ínfima estima del arrogante homo sápiens hacia el amigable canis familiaris.
Y siempre he tenido la duda de si será elogio o desprecio el que una salchicha –disfrazada con mostaza y ketchup y sepultada en un panecillo– se llame perro caliente.
La vastedad del reino animal nos obligaría a hacer interminable este artículo si fuera nuestra intención hablar de todos los especímenes. La sabiduría popular ha dado protagonismo, en sus dichos y adagios, a muchos de ellos. Matar la gallina de los huevos de oro, levantarse cuando canta el gallo, ser el pato de la fiesta, preferir ser cabeza de ratón y no cola de león, andar más lento que una tortuga, llorar lágrimas de cocodrilo, el buey suelto bien se lame, más vale burro vivo que sabio muerto... La lista sería inagotable.

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