El 14 de noviembre de 1994 el semanario alemán Die Zeit publicaba, en su suplemento, una entrevista con Michael Ende.
Sacado de su habitual mutismo, Ende hablaba de literatura infantil, de arte, de religión y de su cultura alemana. El mismo día de su publicación Ende cumplía 65 años y, poco antes de cumplir uno más, cruzó el reino de lo real para quedarse definitivamente en el de lo fantástico.
La entrevista fue realizada por Steffi Hugendubel, y probablemente fue una de sus últimas apariciones públicas. Extraemos aquí algunas de las preguntas.
—Sus libros están prácticamente en todas las estanterías de las casas alemanas, han sido traducidos a 35 idiomas. Como naciente mito, ¿cómo se siente?.
—La fama y la feria de las estrellas no significan nada para mí. Al principio incluso el éxito me irritó bastante, ya que después de Jim Botón y Lucas el maquinista comenzó una ola de comercialización frente a la cual me sentí desamparado, se extendía desde dibujos animados hasta artículos comerciales. Una vez tuve que entrar en una locomotora en la estación de Stuttgart junto con un actor y un jovencito negro, los cuales interpretaban a Jim y Lucas. Después, en un coche de caballos nupcial blanco, fuimos llevados a través de la ciudad hasta un gran almacén donde yo, entonces, firmé libros.
Esa tarde me miré en el espejo del hotel y pensé: ¡ahora sí que no me reconozco ni yo mismo! Como consecuencia he estado desde entonces en huelga.
—Usted se ha hecho famoso con cuentos políticos y fantásticos que no siempre tienen relación con la realidad. Sin embargo usted creció durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo se compagina esto? .
—Bajo esta huella comencé a escribir sobre la decadencia del mundo durante la llamada Aktion Gomorrha, o sea, en esos tres días y noches en los cuales Hamburgo permanece entre cenizas y escombros. Son imágenes que nunca se han desprendido de mí. Si yo ahora intento, en mis libros, aligerarme de esto desarrollando un cierto humor, una cierta filantropía, no significa que detrás de estas historias no se encuentren experiencias insufribles. El director de cine Helmut Diet ha dicho recientemente en una entrevista: "Si yo tuviera un mensaje, entonces me convertiría en un mensajero". Con esto no quiero decir que mis libros no contengan ningún mensaje sino que no es lo esencial.
—Desde hace muchos años no concede entrevistas, ¿tiene esto algo que ver con querer preservar el secreto del mundo de sus libros? .
—Es una gran equivocación creer que se tiene que acosar personalmente al escritor para recibir información más clara que lo que él ha hecho en su música, sus imágenes o sus libros.
Es justamente todo lo contrario; lo que yo, como persona privada, doy, siempre es tan sólo una justificación posterior de aquello que previamente he hecho.
—Su animadversión hacia los mensajes explícitos no ha evitado que sus libros fueran prohibidos en la República Democrática Alemana.
—Sí. Momo fue prohibido inmediatamente. El libro se consideró contrarrevolucionario y subversivo hasta que dos años más tarde salió una edición soviética. En vista de ello Momo fue impresa también en la República Democrática Alemana. Por cierto, un capítulo fue suprimido, el del cuento de Gigi sobre Marxenius Communus, quien quiere mejorar el mundo y, a pesar de ello, del antiguo globo terráqueo simplemente hace uno nuevo. En la Unión Soviética fue seguramente suprimido porque supuestamente era demasiado filosófico para los niños rusos.
—A escritores de libros que, con frecuencia, juegan en mundos fantásticos, como usted en los suyos, se les reprocha enseguida ser escapistas. ¿Huye usted de la realidad?.
—Cuando escribo historias en la cuales se valora un inocente tono de voz, es justamente porque he conocido lo insoportable. No quiero ninguna reproducción de la realidad con el criterio de uno por uno. Eso lo considero imposible. Cada novela que produzco es una realidad de palabras. Cuando, a pesar de esto, el lector dice que eso le recuerda una situación específica, tanto mejor. Entonces la creación, por decirlo de alguna manera, es un modelo para la realidad. Más, creo yo, no se puede hacer.
—Después de haber trabajado mucho tiempo en un libro, ¿sigue siendo usted el mismo..?
—Cada libro es una nueva aventura en la que me abandono y de la que no sé a dónde me llevará. Al escribir siempre entro en una grave crisis en la que, de repente, tengo que movilizar todas las energías. Energías que yo no sabía que tenía. Así experimento algo nuevo en mí mismo. Por eso usted no puede comparar sin restricción alguna mis libros entre sí. Esto ha aturdido a algunos críticos porque están acostumbrados a que, una vez en un nuevo libro, me habré convertido en otro.
—¿Hasta qué punto es otro?.
—Cada nuevo proyecto tengo que abordarlo simplemente de manera distinta y comenzarlo como nunca escribí un libro. En esto no es tan importante cómo será acogido por la crítica sino cómo lo encuentra el público. Pues reconozco gustoso que no escribo para el cajón. Por supuesto que me alegro cuando el público demuestra que he dado en el clavo.
—Después de haber trabajado durante años en un libro —como por ejemplo con Momo durante seis años—, ¿no llega entonces enseguida, con cada crítica, una manera de destrucción? .
—No quiero enemistarme con todos los críticos, pero me he acostumbrado a críticas reseñadas en virtud del número de columnas y no por lo que está adentro. Yo sé que esto suena muy provocador, pero una crítica de cuatro columnas da a mi libro más interés que un elogio de diez líneas aunque incluso sea igual de efusivo. El elogio de diez líneas, al día siguiente, todos lo han olvidado. Un artículo de cuatro columnas permanece en los lectores y piensan: esto tiene que ser algo interesante, me lo compro.
Ana Garralón es ensayista y crítica de literatura infantil y juvenil. Tradujo al español el libro La poesía en la escuela. Hacia una escuela de la poesía, de Georges Jean (Madrid, Ediciones de la Torre, 1996) y, junto con Verónica Uribe, realizó la selección de poemas Oda a la bella desnuda y otros escritos de amor, de Pablo Neruda (Caracas, Ediciones Ekaré, 1998).
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